La gran tentación no sacia el corazón: “ponerse uno mismo en el lugar de Dios”
Las tentaciones de Jesús en el desierto, reflejadas en el evangelio de ayer, Primer Domingo de Cuaresma (Cf. Mc 4,1-11), ilustran nuestra reflexión en estos días en los que se nos invita a una intensa conversión. Reflexionar sobre las tentaciones a las que es sometido Jesús en el desierto es una invitación a cada uno de nosotros para responder a la pregunta fundamental: ¿qué es lo que cuenta de verdad en mi vida?
En la primera tentación el diablo propone a Jesús que cambie una piedra en pan para satisfacer el hambre. Jesús afirma que el hombre, aunque necesita comer, no vive sólo de pan: sin una respuesta al hambre de verdad, al hambre de Dios, el hombre no se puede salvar (cf. vv. 3-4). En la segunda tentación, el diablo propone a Jesús el camino del poder: le conduce a lo alto y le ofrece el dominio del mundo; pero tampoco es éste el camino de Dios: Jesús tiene bien claro que no es el poder mundano lo que salva al mundo, sino el poder del amor, de la humildad y de la Cruz (cf. vv. 5-8). En la tercera tentación, el diablo propone a Jesús que realice algo sensacional para poner a prueba a Dios mismo; que se arroje del alero del templo de Jerusalén y que haga que le salve Dios mediante sus ángeles. Su respuesta es que Dios no es un objeto al que podamos imponer nuestras condiciones: es el Señor de todo (cf. vv. 9-12). ¿Cuál es, pues, el núcleo de las tres tentaciones que sufre Jesús? Es, en resumen, igual que nos sucede a nosotros, la propuesta de instrumentalizar a Dios, de utilizarle para los propios intereses, para la propia gloria y el propio éxito. En resumen: ponerse uno mismo en el lugar de Dios, suprimiéndole de la propia existencia y haciéndole parecer superfluo. Por tanto, cada uno debería preguntarse: ¿qué puesto tiene Dios en mi vida? ¿Es Él el Señor o lo soy yo?
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