EN EL PORTAL DE BELÉN
NO hay nada más perfecto que
estar con Jesús. ¡Puede usted comprobarlo, querido lector! Yo lo encuentro en
cada Eucaristía, en cada Adoración, en cada Sagrario… Es cierto que nuestro
Dios es silencioso, que se oculta en un pedacito de pan consagrado y que,
debido a nuestra humanidad, no podemos verle tal y como era cuando andaba por
Galilea. ¡Pero es el mismo, querido lector! ¡No hay diferencia! Yo lo sé: es la
fe la que me hace sentir con gran seguridad esta inmensa realidad, que dirige
mi vida y cubre toda mi existencia. Lo sé porque Él me regaló una noche de la
forma más inesperada la capacidad de captarle con el alma (no con los ojos).
Fue durante una Adoración Eucarística bajo las estrellas de un verano no muy
lejano… Indigna y pecadora, aún hoy me pregunto por qué fui el recipiente de
ese gran regalo… El regalo de entender que viví, vivo y viviré siempre en el
portal de Belén.
Lea y trate de entenderme,
querido lector: mi director espiritual (un curilla joven y sabio de pueblo),
había cenado en casa junto a mi familia. Yo le había sugerido que nos trajera
esa noche al Señor para que pudiéramos adorarle unas horas nocturnas en el
pequeño y humilde oratorio de mi jardín, dado que tenía amistades que padecían
grandes sufrimientos y que necesitaban consuelo y paz. (Ese año habíamos
padecido enfermedades graves, fallecimientos y accidentes entre mis amistades,
y había mucha gente afectada).
Por no hacer esperar a los
amigos, finalicé apresuradamente el postre y corrí junto a ellos. Ya estábamos
entonando algunas canciones de alabanza cuando, a través del bambú del
oratorio, me pareció vislumbrar una luz. Agudicé la vista y comprobé que se
acercaba el sacerdote portando la custodia, precedido por dos amistades que
sujetaban velas. “¡Llega Jesús!”, anuncié a mis amigos. Se arrodillaron con
gran fe y veneración cuando el sacerdote, por fin, atravesó la puerta del
oratorio.
Entonces, mi alma vio algo
increíble: lo que portaba el sacerdote, aunque a mis ojos no era más que una
custodia con un disco de pan, en realidad era un bebé. ¡Era un niño recién
nacido con el cordón umbilical colgando! Mi alma me lo revelaba, no había duda
ni confusión. La seguridad y el entendimiento que percibí interiormente fueron
perfectos. Yo siempre había imaginado que Jesús Eucaristía era un hombre adulto,
todo un Dios resucitado… ¡Por eso casi me desmayé cuando, interiormente, mi
alma le veía como un bebé recién nacido! Entonces comprendí… Entendí, con
espantosa vergüenza, que la Reina de las Reinas, entregaba humildemente y con
toda confianza, a su hijo recién nacido a las manos sacerdotales; manos que
quizá a veces no estaban limpias o perfectamente preparadas para recibirlo.
Pero, a pesar de ello, Ella entregaba a su bebé recién nacido, para que a su
vez esas manos sacerdotales puedan entregárnoslo a todos los hombres de la Tierra.
Entendí que un bebé así, vulnerable, era todo un Dios. ¡El Rey de Reyes venía
en forma de bebé recién nacido para que le pudiéramos abrazar, poseer, amar…!
Querido lector: ten tu pesebre
limpio; ten tu pesebre preparado; ten tu pesebre digno… Porque cada misa, cada Eucaristía,
es una verdadera Navidad.
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