BIENAVENTURADOS LOS QUE TRABAJAN POR LA PAZ
Texto Mensaje de Benedicto XVI para la XLVI Jornada Mundial de la Paz (1° enero 2013)
Vaticano el 8 de diciembre de 2012.
1.- Cada nuevo año trae consigo la esperanza de un mundo mejor. En esta
perspectiva, pido a Dios, Padre de la humanidad, que nos conceda la concordia y
la paz, para que se puedan cumplir las aspiraciones de una vida próspera y
feliz para todos.
Trascurridos 50 años del Concilio Vaticano II, que ha contribuido a
fortalecer la misión de la Iglesia en el mundo, es alentador constatar que los
cristianos, como Pueblo de Dios en comunión con él y caminando con los hombres,
se comprometen en la historia compartiendo las alegrías y esperanzas, las
tristezas y angustias anunciando la salvación de Cristo y promoviendo la paz
para todos.
En efecto, este tiempo nuestro, caracterizado por la globalización, con sus aspectos positivos y negativos, así como por sangrientos conflictos aún en curso, y por amenazas de guerra, reclama un compromiso renovado y concertado en la búsqueda del bien común, del desarrollo de todos los hombres y de todo el hombre.
En efecto, este tiempo nuestro, caracterizado por la globalización, con sus aspectos positivos y negativos, así como por sangrientos conflictos aún en curso, y por amenazas de guerra, reclama un compromiso renovado y concertado en la búsqueda del bien común, del desarrollo de todos los hombres y de todo el hombre.
Causan alarma los focos de tensión y contraposición provocados por la
creciente desigualdad entre ricos y pobres, por el predominio de una mentalidad
egoísta e individualista, que se expresa también en un capitalismo financiero
no regulado. Aparte de las diversas formas de terrorismo y delincuencia
internacional, representan un peligro para la paz los fundamentalismos y
fanatismos que distorsionan la verdadera naturaleza de la religión, llamada a
favorecer la comunión y la reconciliación entre los hombres.
Y, sin embargo, las numerosas iniciativas de paz que enriquecen el mundo
atestiguan la vocación innata de la humanidad hacia la paz. El deseo de paz es una aspiración esencial de
cada hombre, y coincide en cierto modo con el deseo de una vida humana plena,
feliz y lograda. En otras palabras, el deseo de paz se corresponde con un principio
moral fundamental, a saber, con el derecho y el deber a un desarrollo integral,
social, comunitario, que forma parte del diseño de Dios sobre el hombre. El hombre está hecho para la paz, que es un
don de Dios. Todo esto me ha llevado a inspirarme para este mensaje en las
palabras de Jesucristo: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque
serán llamados hijos de Dios”.
La bienaventuranza evangélica
2. Las bienaventuranzas proclamadas por Jesús son promesas. En la
tradición bíblica, en efecto, la bienaventuranza pertenece a un género
literario que comporta siempre una buena noticia, es decir, un evangelio que
culmina con una promesa. Por tanto, las bienaventuranzas no son meras
recomendaciones morales, cuya observancia prevé que, a su debido tiempo – un
tiempo situado normalmente en la otra vida –, se obtenga una recompensa, es
decir, una situación de felicidad futura. La bienaventuranza consiste más bien en el
cumplimiento de una promesa dirigida a todos los que se dejan guiar por las
exigencias de la verdad, la justicia y el amor. Quienes se encomiendan a Dios y a sus promesas
son considerados frecuentemente por el mundo como ingenuos o alejados de la
realidad. Sin embargo, Jesús les declara que, no sólo en la otra vida sino ya
en ésta, descubrirán que son hijos de Dios, y que, desde siempre y para
siempre, Dios es totalmente solidario con ellos. Comprenderán que no están
solos, porque él está a favor de los que se comprometen con la verdad, la
justicia y el amor. Jesús, revelación del amor del Padre, no duda en ofrecerse
con el sacrificio de sí mismo. Cuando se acoge a Jesucristo, Hombre y Dios, se
vive la experiencia gozosa de un don inmenso: compartir la vida misma de Dios,
es decir, la vida de la gracia, prenda de una existencia plenamente
bienaventurada. En particular, Jesucristo nos da la verdadera
paz que nace del encuentro confiado del hombre con Dios.
La bienaventuranza de Jesús dice que la paz es al mismo tiempo un don
mesiánico y una obra humana. En efecto, la paz presupone un humanismo abierto a
la trascendencia. Es fruto del don recíproco, de un enriquecimiento mutuo,
gracias al don que brota de Dios, y que permite vivir con los demás y para los
demás. La ética de la paz es ética de la comunión y de la participación. Es
indispensable, pues, que las diferentes culturas actuales superen antropologías
y éticas basadas en presupuestos teórico-prácticos puramente subjetivistas y
pragmáticos, en virtud de los cuales las relaciones de convivencia se inspiran
en criterios de poder o de beneficio, los medios se convierten en fines y
viceversa, la cultura y la educación se centran únicamente en los instrumentos,
en la tecnología y la eficiencia. Una condición previa para la paz es el
desmantelamiento de la dictadura del relativismo moral y del presupuesto de una
moral totalmente autónoma, que cierra las puertas al reconocimiento de la
imprescindible ley moral natural inscrita por Dios en la conciencia de cada
hombre. La paz es la
construcción de la convivencia en términos racionales y morales, apoyándose
sobre un fundamento cuya medida no la crea el hombre, sino Dios: “El Señor da
fuerza a su pueblo, el Señor ben dice a su pueblo con la paz”, dice el Salmo
29.
La paz, don de Dios y obra del hombre
3. La paz concierne a la persona humana en su integridad e implica la
participación de todo el hombre. Se trata de paz con Dios viviendo según su
voluntad. Paz interior con uno mismo, y paz exterior con el prójimo y con toda
la creación. Comporta principalmente, como escribió el beato Juan XXIII en la
Encíclica Pacem in Terris,
de la que dentro de pocos meses se cumplirá el 50 aniversario, la
construcción de una convivencia basada en la verdad, la libertad, el amor y la
justicia. La
negación de lo que constituye la verdadera naturaleza del ser humano en sus
dimensiones constitutivas, en su capacidad intrínseca de conocer la verdad y el
bien y, en última instancia, a Dios mismo, pone en peligro la construcción de
la paz. Sin la verdad sobre el hombre, inscrita en su corazón por el Creador,
se menoscaba la libertad y el amor, la justicia pierde el fundamento de su
ejercicio.
Para llegar a ser un auténtico trabajador por la paz, es indispensable
cuidar la dimensión trascendente y el diálogo constante con Dios, Padre
misericordioso, mediante el cual se implora la redención que su Hijo Unigénito
nos ha conquistado. Así podrá el hombre vencer ese germen de oscuridad y de
negación de la paz que es el pecado en todas sus formas: el egoísmo y la
violencia, la codicia y el deseo de poder y dominación, la intolerancia, el
odio y las estructuras injustas.
La realización de la paz depende en gran medida del reconocimiento de que, en Dios, somos una sola familia humana. Como enseña la Encíclica Pacem in Terris, se estructura mediante relaciones interpersonales e instituciones apoyadas y animadas por un “nosotros” comunitario, que implica un orden moral interno y externo, en el que se reconocen sinceramente, de acuerdo con la verdad y la justicia, los derechos recíprocos y los deberes mutuos. La paz es un orden vivificado e integrado por el amor, capaz de hacer sentir como propias las necesidades y las exigencias del prójimo, de hacer partícipes a los demás de los propios bienes, y de tender a que sea cada vez más difundida en el mundo la comunión de los valores espirituales. Es un orden llevado a cabo en la libertad, es decir, en el modo que corresponde a la dignidad de las personas, que por su propia naturaleza racional asumen la responsabilidad de sus propias obras.
La realización de la paz depende en gran medida del reconocimiento de que, en Dios, somos una sola familia humana. Como enseña la Encíclica Pacem in Terris, se estructura mediante relaciones interpersonales e instituciones apoyadas y animadas por un “nosotros” comunitario, que implica un orden moral interno y externo, en el que se reconocen sinceramente, de acuerdo con la verdad y la justicia, los derechos recíprocos y los deberes mutuos. La paz es un orden vivificado e integrado por el amor, capaz de hacer sentir como propias las necesidades y las exigencias del prójimo, de hacer partícipes a los demás de los propios bienes, y de tender a que sea cada vez más difundida en el mundo la comunión de los valores espirituales. Es un orden llevado a cabo en la libertad, es decir, en el modo que corresponde a la dignidad de las personas, que por su propia naturaleza racional asumen la responsabilidad de sus propias obras.
La paz no es un sueño, no es una utopía: la paz es posible. Nuestros
ojos deben ver con mayor profundidad, bajo la superficie de las apariencias y
las manifestaciones, para descubrir una realidad positiva que existe en
nuestros corazones, porque todo hombre ha sido creado a imagen de Dios y
llamado a crecer, contribuyendo a la construcción de un mundo nuevo. En efecto,
Dios mismo, mediante la encarnación del Hijo, y la redención que él llevó a
cabo, ha entrado en la historia, haciendo surgir una nueva creación y una
alianza nueva entre Dios y el hombre, y dándonos la posibilidad de tener “un
corazón nuevo” y “un espíritu nuevo”.
Precisamente por eso, la Iglesia está convencida
de la urgencia de un nuevo anuncio de Jesucristo, el primer y principal factor
del desarrollo integral de los pueblos, y también de la paz. En efecto, Jesús es nuestra paz, nuestra
justicia, nuestra reconciliación. El que trabaja por la paz, según la
bienaventuranza de Jesús, es aquel que busca el bien del otro, el bien total
del alma y el cuerpo, hoy y mañana.
A partir de esta enseñanza se puede deducir que toda persona y toda
comunidad – religiosa, civil, educativa y cultural – está llamada a trabajar
por la paz. La paz es principalmente la realización del bien común de las
diversas sociedades, primarias e intermedias, nacionales, internacionales y de
alcance mundial. Precisamente por esta razón se puede afirmar que las vías para
construir el bien común son también las vías a seguir para obtener la paz.
Los que trabajan por la
paz son quienes aman, defienden y promueven la vida en su integridad
4. El camino para la realización del bien común y de la paz pasa
ante todo por el respeto de la vida humana, considerada en sus múltiples
aspectos, desde su concepción, en su desarrollo y hasta su fin natural.
Auténticos trabajadores por la paz son, entonces, los que aman, defienden y
promueven la vida humana en todas sus dimensiones: personal, comunitaria y
trascendente. La vida en plenitud es el culmen de la paz. Quien quiere la paz
no puede tolerar atentados y delitos contra la vida.
Quienes no aprecian suficientemente el valor de la vida humana y, en
consecuencia, sostienen por ejemplo la liberación del aborto, tal vez no se dan
cuenta que, de este modo, proponen la búsqueda de una paz ilusoria. La huida de
las responsabilidades, que envilece a la persona humana, y mucho más la muerte
de un ser inerme e inocente, nunca podrán traer felicidad o paz. En efecto,
¿cómo es posible pretender conseguir la paz, el desarrollo integral de los
pueblos o la misma salvaguardia del ambiente, sin que sea tutelado el derecho a
la vida de los más débiles, empezando por los que aún no han nacido? Cada
agresión a la vida, especialmente en su origen, provoca inevitablemente daños
irreparables al desarrollo, a la paz, al ambiente. Tampoco es justo codificar de manera
subrepticia falsos derechos o libertades, que, basados en una visión reductiva
y relativista del ser humano, y mediante el uso hábil de expresiones ambiguas
encaminadas a favorecer un pretendido derecho al aborto y a la eutanasia,
amenazan el derecho fundamental a la vida.
También la estructura natural del matrimonio debe ser reconocida y promovida como la unión de un hombre y una mujer, frente a los intentos de equipararla desde un punto de vista jurídico con formas radicalmente distintas de unión que, en realidad, dañan y contribuyen a su desestabilización, oscureciendo su carácter particular y su papel insustituible en la sociedad.
También la estructura natural del matrimonio debe ser reconocida y promovida como la unión de un hombre y una mujer, frente a los intentos de equipararla desde un punto de vista jurídico con formas radicalmente distintas de unión que, en realidad, dañan y contribuyen a su desestabilización, oscureciendo su carácter particular y su papel insustituible en la sociedad.
Estos principios no son verdades de fe, ni una mera
derivación del derecho a la libertad religiosa. Están inscritos en la misma
naturaleza humana, se pueden conocer por la razón, y por tanto son comunes a
toda la humanidad. La acción de la Iglesia al promoverlos no tiene un carácter
confesional, sino que se dirige a todas las personas, prescindiendo de su
afiliación religiosa. Esta acción se hace tanto más necesaria cuanto más se
niegan o no se comprenden estos principios, lo que es una ofensa a la verdad de
la persona humana, una herida grave infligida a la justicia y a la paz.
Por tanto, constituye también una importante cooperación a
la paz el reconocimiento del derecho al uso del principio de la objeción de
conciencia con respecto a leyes y medidas gubernativas que atentan contra la
dignidad humana, como el aborto y la eutanasia, por parte de los ordenamientos
jurídicos y la administración de la justicia.
Entre los derechos humanos fundamentales, también para la vida pacífica
de los pueblos, está el de la libertad religiosa de las personas y las
comunidades. En este momento histórico, es cada vez más importante que este
derecho sea promovido no sólo desde un punto de vista negativo, como libertad
frente – por ejemplo, frente a obligaciones o constricciones de la libertad de
elegir la propia religión –, sino también desde un punto de vista positivo, en
sus varias articulaciones, como libertad de, por ejemplo, testimoniar la propia
religión, anunciar y comunicar su enseñanza, organizar actividades educativas,
benéficas o asistenciales que permitan aplicar los preceptos religiosos, ser y
actuar como organismos sociales, estructurados según los principios doctrinales
y los fines institucionales que les son propios. Lamentablemente, incluso en
países con una antigua tradición cristiana, se están multiplicando los
episodios de intolerancia religiosa, especialmente en relación con el
cristianismo o de quienes simplemente llevan signos de identidad de su
religión.
El que trabaja por la paz debe tener presente
que, en sectores cada vez mayores de la opinión pública, la ideología del
liberalismo radical y de la tecnocracia insinúan la convicción de que el
crecimiento económico se ha de conseguir incluso a costa de erosionar la
función social del Estado y de las redes de solidaridad de la sociedad civil,
así como de los derechos y deberes sociales. Estos derechos y deberes han de
ser considerados fundamentales para la plena realización de otros, empezando
por los civiles y políticos.
Uno de los derechos y deberes sociales más amenazados actualmente es el
derecho al trabajo. Esto se debe a que, cada vez más, el trabajo y el justo
reconocimiento del estatuto jurídico de los trabajadores no están adecuadamente
valorizados, porque el desarrollo económico se hace depender sobre todo de la
absoluta libertad de los mercados. El trabajo es considerado una mera variable
dependiente de los mecanismos económicos y financieros. A este propósito,
reitero que la dignidad del hombre, así como las razones económicas, sociales y
políticas, exigen que “se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso
al trabajo por parte de todos, o lo mantengan”. La condición previa para la
realización de este ambicioso proyecto es una renovada consideración
del trabajo, basada en los principios éticos y valores espirituales, que
robustezca la concepción del mismo como bien fundamental para la persona, la
familia y la sociedad. A este
bien corresponde un deber y un derecho que exigen nuevas y valientes políticas
de trabajo para todos.
Construir el bien de la paz mediante un nuevo modelo de desarrollo y de
economía
5. Actualmente son muchos los que reconocen que es necesario un nuevo
modelo de desarrollo, así como una nueva visión de la economía. Tanto el
desarrollo integral, solidario y sostenible, como el bien común, exigen una
correcta escala de valores y bienes, que se pueden estructurar teniendo a Dios
como referencia última. No basta con disposiciones de muchos medios y una
amplia gama de opciones, aunque sean de apreciar. Tanto los múltiples bienes
necesarios para el desarrollo, como las opciones posibles deben ser usados
según la perspectiva de una vida buena, de una conducta recta que reconozca el
primado de la dimensión espiritual y la llamada a la consecución del bien
común. De otro modo, pierden su justa valencia, acabando por ensalzar nuevos
ídolos.
Para salir de la actual crisis financiera y
económica – que tiene como efecto un aumento de las desigualdades – se
necesitan personas, grupos e instituciones que promuevan la vida, favoreciendo
la creatividad humana para aprovechar incluso la crisis como una ocasión de
discernimiento y un nuevo modelo económico. El que ha prevalecido en los últimos decenios postulaba la
maximización del provecho y del consumo, en una óptica individualista y
egoísta, dirigida a valorar a las personas sólo por su capacidad de responder a
las exigencias de la competitividad. Desde otra perspectiva, sin embargo, el
éxito auténtico y duradero se obtiene con el don de uno mismo, de las propias
capacidades intelectuales, de la propia iniciativa, puesto que un desarrollo
económico sostenible, es decir, auténticamente humano, necesita
del principio de gratuidad como manifestación de fraternidad y de la lógica del
don.
En concreto, dentro de la actividad económica, el que trabaja por la paz
se configura como aquel que instaura con sus colaboradores y compañeros, con
los clientes y los usuarios, relaciones de lealtad y de reciprocidad. Realiza
la actividad económica por el bien común, vive su esfuerzo como algo que va más
allá de su propio interés, para beneficio de las generaciones presentes y
futuras. Se encuentra así
trabajando no sólo para sí mismo, sino también para dar a los demás un futuro y
un trabajo digno.
En el ámbito económico, se necesitan, especialmente por parte de los
estados, políticas de desarrollo industrial y agrícola que se preocupen del
progreso social y la universalización de un estado de derecho y democrático. Es
fundamental e imprescindible, además, la estructuración ética de los mercados
monetarios, financieros y comerciales; éstos han de ser estabilizados y mejor coordinados y controlados, de
modo que no se cause daño a los más pobres. La solicitud de los muchos que
trabajan por la paz se debe dirigir además – con una mayor resolución respecto
a lo que se ha hecho hasta ahora – a atender la crisis alimentaria, mucho más grave
que la financiera. La
seguridad de los aprovisionamientos de alimentos ha vuelto a ser un tema
central en la agenda política internacional, a causa de crisis relacionadas,
entre otras cosas, con las oscilaciones repentinas de los precios de las
materias primas agrícolas, los comportamientos irresponsables por parte de
algunos agentes económicos y con un insuficiente control por parte de los
gobiernos y la comunidad internacional. Para hacer frente a esta crisis, los
que trabajan por la paz están llamados a actuar juntos con espíritu de
solidaridad, desde el ámbito local al internacional, con el objetivo de poner a
los agricultores, en particular en las pequeñas realidades rurales, en
condiciones de poder desarrollar su actividad de modo digno y sostenible desde
un punto de vista social, ambiental y económico.
La educación a una cultura de la paz: el papel
de la familia y de las instituciones
6.Deseo reiterar con fuerza que todos los que trabajan por la paz están
llamados a cultivar la pasión por el bien común de la familia y la justicia
social, así como el compromiso por una educación social idónea.
Ninguno puede ignorar o minimizar el papel decisivo de la familia, célula base de la sociedad desde el punto de vista demográfico, ético, pedagógico, económico y político. Ésta tiene como vocación natural promover la vida: acompaña a las personas en su crecimiento y las anima a potenciarse mutuamente mediante el cuidado recíproco. En concreto, la familia cristiana lleva consigo el germen del proyecto de educación de las personas según la medida del amor divino. La familia es uno de los sujetos sociales indispensables en la realización de una cultura de la paz. Es necesario tutelar el derecho de los padres y su papel primario en la educación de los hijos, en primer lugar en el ámbito moral y religioso. En la familia nacen y crecen los que trabajan por la paz, los futuros promotores de una cultura de la vida y del amor.
Ninguno puede ignorar o minimizar el papel decisivo de la familia, célula base de la sociedad desde el punto de vista demográfico, ético, pedagógico, económico y político. Ésta tiene como vocación natural promover la vida: acompaña a las personas en su crecimiento y las anima a potenciarse mutuamente mediante el cuidado recíproco. En concreto, la familia cristiana lleva consigo el germen del proyecto de educación de las personas según la medida del amor divino. La familia es uno de los sujetos sociales indispensables en la realización de una cultura de la paz. Es necesario tutelar el derecho de los padres y su papel primario en la educación de los hijos, en primer lugar en el ámbito moral y religioso. En la familia nacen y crecen los que trabajan por la paz, los futuros promotores de una cultura de la vida y del amor.
En esta inmensa tarea de educación a la paz están implicadas en
particular las comunidades religiosas. La Iglesia se siente partícipe en esta
gran responsabilidad a través de la nueva evangelización, que tiene como
pilares la conversión a la verdad y al amor de Cristo y, consecuentemente, un
nuevo nacimiento espiritual y moral de las personas y las sociedades. El
encuentro con Jesucristo plasma a los que trabajan por la paz,
comprometiéndoles en la comunión y la superación de la injusticia.
Las instituciones culturales, escolares y universitarias desempeñan una
misión especial en relación con la paz. A ellas se les pide una contribución
significativa no sólo en la formación de nuevas generaciones de líderes, sino
también en la renovación de las instituciones públicas, nacionales e
internacionales. También pueden contribuir a una reflexión científica que
asiente las actividades económicas y financieras en un sólido fundamento
antropológico y ético. El mundo actual, particularmente el político,
necesita del soporte de un pensamiento nuevo, de una nueva síntesis cultural,
para superar tecnicismos y armonizar las múltiples tendencias políticas con
vistas al bien común. Éste,
considerado como un conjunto de relaciones interpersonales e institucionales
positivas al servicio del crecimiento integral de los individuos y los grupos,
es la base de cualquier educación a la auténtica paz.
Una pedagogía del que trabaja por la paz
7. Como conclusión, aparece la necesidad de proponer y promover una
pedagogía de la paz. Ésta pide una rica vida interior, claros y válidos
referentes morales, actitudes y estilos de vida apropiados. En efecto, las
iniciativas por la paz contribuyen al bien común y crean interés por la paz y
educan para ella. Pensamientos, palabras y gestos de paz crean una mentalidad y
una cultura de la paz, una atmósfera de respeto, honestidad y cordialidad. Es
necesario enseñar a los hombres a amarse y educarse a la paz, y a vivir con
benevolencia, más que con simple tolerancia. Es fundamental que se cree el
convencimiento de que “hay que decir no a la venganza, hay que reconocer las
propias culpas, aceptar las disculpas sin exigirlas y, en fin, perdonar” ,de
modo que los errores y las ofensas puedan ser en verdad reconocidos para
avanzar juntos hacia la reconciliación. Esto supone la difusión
de una pedagogía del perdón. El mal, en efecto, se vence con el bien, y la
justicia se busca imitando a Dios Padre que ama a todos sus hijos. Es un trabajo lento, porque supone una
evolución espiritual, una educación a los más altos valores, una visión nueva
de la historia humana. Es necesario renunciar a la falsa paz que prometen los
ídolos de este mundo y a los peligros que la acompañan; a esta falsa paz que
hace las conciencias cada vez más insensibles, que lleva a encerrarse en uno
mismo, a una existencia atrofiada, vivida en la indiferencia. Por el contrario,
la pedagogía de la paz implica acción, compasión, solidaridad, valentía y
perseverancia.
Jesús encarna el conjunto de estas actitudes en su existencia, hasta el
don total de sí mismo, hasta “perder la vida” . Promete a sus discípulos que,
antes o después, harán el extraordinario descubrimiento del que hemos hablado
al inicio, es decir, que en el mundo está Dios, el Dios de Jesús, completamente
solidario con los hombres. En este contexto, quisiera recordar la oración con
la que se pide a Dios que nos haga instrumentos de su paz, para llevar su amor
donde hubiese odio, su perdón donde hubiese ofensa, la verdadera fe donde
hubiese duda. Por nuestra parte, junto al beato Juan XXIII, pidamos a Dios que
ilumine también con su luz la mente de los que gobiernan las naciones, para
que, al mismo tiempo que se esfuerzan por el justo bienestar de sus ciudadanos,
aseguren y defiendan el don hermosísimo de la paz; que encienda las voluntades
de todos los hombres para echar por tierra las barreras que dividen a los unos
de los otros, para estrechar los vínculos de la mutua caridad, para fomentar la
recíproca comprensión, para perdonar, en fin, a cuantos nos hayan injuriado. De
esta manera, bajo su auspicio y amparo, todos los pueblos se abracen como
hermanos y florezca y reine siempre entre ellos la tan anhelada paz.
Con esta invocación, pido que todos sean verdaderos trabajadores y
constructores de paz, de modo que la ciudad del hombre crezca en fraterna
concordia, en prosperidad y paz.
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