En una ocasión Francisco dijo que
su reforma había comenzado con la Misa matutina en la capilla de Santa Marta.
Indicaba de esta forma que no se trata en primer lugar de cambiar organismos
sino del cambio del corazón que acontece
sólo mediante el encuentro con la gracia de Cristo a través de la escucha de la
Palabra, de la celebración de los sacramentos y del testimonio de quienes viven
en la Iglesia.
Cada mañana, sin papeles, el Papa
realiza una predicación pegada a las lecturas del día pero con una fortísima
intención de guía para este momento de
la vida eclesial.
Con su peculiar estilo, Francisco
no rehúye la polémica con los males que considera que más afligen al cuerpo
eclesial, mostrando siempre con vivo colorido el paralelismo entre los hechos
de la vida de Jesús y cuanto sucede en nuestros días. Esta semana ha proseguido
su larga lucha contra el intelectualismo y el moralismo, contra la
cristalización y la burocratización de la fe, contra su reducción a ideología.
Y frente a estos males ha vuelto a mostrar la vida cristiana como el drama de
la relación con Jesús resucitado dentro de las circunstancias. “La Iglesia es dispensadora
de esta gracia”, había dicho días atrás:
la gracia del encuentro con Jesús que cambia la vida, y no una burocracia que
fabrica impedimentos para ese encuentro.
En otra homilía, el Papa ha
explicado la resistencia de los doctores de la ley al anuncio de Jesús y sus
agrias polémicas con el Maestro. Estos doctores “no acaban de entender, daban
vueltas sobre las mismas cosas, porque creían que la religión era solo una
cuestión de cabeza, de leyes… para ellos era necesario cumplir los mandamientos
y nada más… no se imaginaban que pudiera existir el Espíritu Santo”.
Interrogaban a Jesús una y otra vez, pero sólo
querían discutir, no tenían la apertura necesaria para dejarse tocar por su
presencia.
Pero lo que más me ha llamado la
atención es la explicación que ofrece el Papa del porqué de esta cerrazón:
“Esta gente se había apartado del pueblo de Dios y por esto no podía creer. La fe es un don de Dios, pero la fe viene
si tú estás en su pueblo, si tú ahora estás en la Iglesia, si tú te dejas
ayudar por los sacramentos, por los hermanos, por la asamblea, si tú crees que
esta Iglesia es el Pueblo de Dios. Aquella gente se había apartado, no creía
dentro del pueblo de Dios, creía sólo en sus cosas y así habían construido todo
un sistema de mandamientos que echaban fuera a la gente”. El juicio del Sucesor
de Pedro es incisivo en este punto, y nadie (ni a “izquierda” ni a “derecha”,
ni pastores ni fieles) debería esquivarlo con demasiada prisa.
La explicación de Francisco me ha
recordado una vibrante afirmación sobre el Espíritu Santo del teólogo Heinrich
Schlier, que había realizado un impresionante recorrido desde su condición de
pastor luterano hasta su entrada en la Iglesia Católica: “el don de vida que es
el Espíritu no lo recibimos más que en la Iglesia y por la Iglesia… y aunque
llame a alguien a combatir un espíritu cansado, turbio o falso, que predomine
aquí y ahora en la Iglesia, es siempre el Espíritu de la Iglesia el que llama,
y llama para meterse dentro de ella y nunca para salirse de ella”. Y esto lo
decía un hombre que se había formado en la idea de que el cuerpo, la carne de
la Iglesia, es algo así como una prisión enemiga de la libertad del Espíritu.
Algo que repiten hoy, como un latiguillo, tantos falsos reformadores y
profetas.
Sin el pueblo de Dios no se puede
entender a Jesús, no se puede vivir la fe. Cuando
Cristo encuentra a uno y lo cura, decía sagazmente Francisco, no lo deja en
medio de la calle, lo hace regresar a casa, a nuestro pueblo que es la Iglesia.
“El cristianismo no es una idea, es un continuo permanecer en casa… y si
salimos de ella por un pecado, por un error, la salvación consiste en regresar
a casa, con Jesús en la Iglesia”.
Sólo de ahí puede nacer una
auténtica pasión misionera, que no tiene nada que ver con un espíritu de
conquista o con la expectativa de presentar un buen saldo. También lo ha dicho
el Papa uno de estos días, cuando hablaba de una evangelización que busca encontrar
a la persona tal como es y allí donde se encuentra, que no teme “perder tiempo”
haciéndose cargo de sus preguntas, de su búsqueda e incluso de sus rebeliones.
Porque todos, aun sin saberlo, suspiran por el fuego que arde en esa casa.
En una de estas homilías, quizás
de las más hermosas, Francisco exclamaba: “¡Pecador sí, traidor no! Y esto es
una gracia: permanecer hasta el final en
el Pueblo de Dios. Recibir la gracia de morir en el seno de la Iglesia, en
el seno del Pueblo de Dios… ¡Ésta es una gran gracia! ¡Esto no se compra! Es un
regalo de Dios y debemos pedirlo: Señor, ¡hazme el regalo de morir en casa, en
la Iglesia!”. Precisamente ese fue el último suspiro de nuestra gran Teresa.
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