La defensa del vínculo hasta la indisolubilidad es entonces el modo como
Dios ofrece su misericordia sobre el matrimonio… queda claro que, para un
cristiano que quiere vivir de su fe, mantener una nueva unión contraria al
«vínculo sacro» del matrimonio es un atentado de grave injusticia contra el
vínculo divino que permanece, por lo que no cabe allí aplicar una pretendida
misericordia, que sería injusta y por eso mismo falsa.
Juan Pérez-Soba
Doctor en Teología en matrimonio y
familia por el Pontificio Instituto Juan Pablo II para los estudios de
matrimonio y familia
En alguna ocasión negar
la misericordia es el único modo de defenderla de su adulteración. El Cardenal
Kasper lo afirma con claridad en su libro Misericordia: «Una posterior falta
de comprensión grave de la misericordia es la que induce a desatender en nombre
de la misericordia, el mandamiento divino de la justicia (...) No podemos
aconsejar, por una falsa misericordia, que alguien aborte» (p. 221). Una
misericordia injusta no es misericordia. No se puede atentar contra la dignidad
humana en nombre de la misericordia.
Por eso mismo, para
hablar de misericordia en relación con el matrimonio es muy importante entender
bien qué realidad de dignidad humana está implicada en esta institución. No cabría
misericordia alguna que atentase contra dicha dignidad. Este bien es lo que la
tradición cristiana ha denominado vínculo y es precisamente lo que
ha considerado el sujeto real de la indisolubilidad que se atribuye al
matrimonio. Es el modo como el Concilio Vaticano II define el matrimonio como una realidad trascendente: «Este
vínculo sagrado, en atención al bien tanto de los esposos y de la prole como de
la sociedad, no depende de la decisión humana» (GS 48), por lo que lo califica
de indisoluble (n. 50). Es un término intrínsecamente unido a la doctrina del
matrimonio, pues el Concilio de Trento se sirve de él en sus cánones 5 y 7
sobre este sacramento. Pero no se debe entender como una expresión ajena al
amor. El mismo amor en su verdad une las personas mediante vínculos estables.
El teólogo Kasper en su libro Teología del matrimonio habla así: «En el
vínculo de la fidelidad el hombre y la mujer encuentran su estado definitivo.
Se convierten en «un solo cuerpo» (Gn 2,24; Mc 10,8; Ef 5,31), esto es, un nosotros-persona» (1978, 26).
Es decir, cuando se
habla de justicia respecto de la relación
hombre y mujer sacramental se refiere al respeto de esta dignidad intangible.
Cualquier acercamiento a la pastoral matrimonial con el nombre de la
misericordia debe saber determinar la realidad del vínculo, si existe o no. Sin
esta aclaración previa cualquier posible actitud misericordiosa sería
claramente contraria a la justicia. El mismo Cardenal Kasper parece hacerse eco
de ello cuando afirma: «La indisolubilidad de un matrimonio sacramental y la
imposibilidad de un nuevo matrimonio durante la vida del otro partner «forma parte de la tradición de fe vinculante de la Iglesia que no puede ser
abandonada o disuelta apelando a una comprensión superficial de la misericordia
a bajo precio».
Por eso mismo, parece
extraño que en la larga relación del mismo Cardenal Kasper en el último
consistorio no afronte en ningún momento este argumento. Es más, que hable de
guardar la justicia sin referirse nunca al vínculo
sacramental como el bien de justicia a defender en el matrimonio cristiano, rechazando
cualquier ofensa al mismo. Esto es más notorio en cuanto que el lenguaje de la Familiaris consortio acerca del tema de los divorciados que
buscan una nueva unión se refiere explícitamente a este vínculo sacramental
(nn. 83-84), que es la base para el documento posterior de la Congregación para
la Doctrina de la Fe que precisamente salía para considerar inaceptable la
propuesta de los obispos de la alta Renania, entre los que se encontraba entre
otros el mismo Kasper, sobre los divorciados vueltos a casar.
Extraña todavía más que,
al referirse el cardenal a este vínculo indisoluble que atribuye a San Agustín,
no haga la menor mención de remitir tal indisolubilidad a su fundación divina.
Más bien sus palabras son de duda: «Hoy muchos tienen dificultad para
comprenderla. No se puede entender esta doctrina como una especie de hipóstasis
metafísica al lado o sobre el amor personal de los cónyuges; por otra parte no
se agota en el amor recíproco y no muere con él (GS 48; EG 66)». Es extraño que
ese modo negativo de hablar del vínculo y
que destaca la dificultad de comprensión actual, no tome un paralelo muy
sencillo de comprender que ayuda precisamente a iluminar su valor sacramental. Es
decir, el bautismo, sacramento esencial de la fe, que permanece a pesar de la apostasía. Permanece precisamente como principio de misericordia de fidelidad de
Dios a sus promesas, tal como dice San Pablo: «aunque yo sea infiel, Él permanece fiel porque
no puede negarse a sí mismo».
Este don indisoluble del
bautismo es entonces precisamente la expresión de la misericordia de Dios en el don indisoluble de ser hijo, que el
mismo Cristo expone como el principio dramático de la parábola del hijo
pródigo.
La defensa del vínculo
hasta la indisolubilidad es entonces el modo como Dios ofrece su misericordia
sobre el matrimonio. «Su vínculo de amor se convierte en imagen y símbolo de la
Alianza que une a Dios con su pueblo» (FC 12). Esto une de forma muy directa el
vínculo indisoluble del matrimonio con el amor de los esposos dentro de una
clara «primereidad» de la gracia (para usar el neologismo del Papa Francisco) y
como un modo de guiar su libertad.
Pero queda claro que, para
un cristiano que quiere vivir de su fe, mantener una nueva unión contraria
al «vínculo sacro» del matrimonio es un atentado de grave injusticia contra el
vínculo divino que permanece, por lo que no cabe allí aplicar una pretendida
misericordia, que sería injusta y por eso mismo falsa.
Esto es muy importante,
porque es el modo como Juan Pablo II habló en sus Catequesis sobre el amor
humano de la «redención del corazón» para indicar la presencia de la gracia en
el matrimonio que hace capaz de vivir sus exigencias y como luego Benedicto XVI
señala que «A la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo.
El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono
de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se
convierte en la medida del amor humano» (DCE 11).
La definitividad de la
Alianza matrimonial por encima de la debilidad humana no es un «yugo» como un
peso insoportable, sino ese «yugo suave» que nos une a Cristo porque lo lleva
con nosotros. Es la expresión real de la Nueva Alianza y la que supera por la
gracia la «dureza del corazón» que permitía el divorcio, como Jesucristo dice.
El argumento real de la misericordia, que
encontramos en cambio ausente en la relación del cardenal alemán, llega a
conclusiones contrarias a las que él apunta.
El razonamiento
precedente no es algo extraño, proviene de los dos últimos Pontífices, que han
dado un espacio enorme a la consideración de la misericordia divina en la nueva
evangelización; por eso no deja de sorprender la ausencia de cualquier rastro
de alusión a estas interpretaciones. Es más, se pueden ver frases tomadas
literalmente del libro que hizo Kasper sobre la familia hace más de treinta
años (el año 1978) del que remite los argumentos e incluso del que toma la
propuesta que presenta (cfr. p. 68). Se trata de una formulación muy antigua,
anterior a Familiaris consortio, que ignora casi todo
lo que se ha dicho después en el Magisterio y la teología. En este sentido,
llama la atención que se sigue citando el libro de Cereti, que no tuvo ninguna
recepción entre los patrólogos por lo absolutamente forzado de sus argumentos.
El gran patrólogo jesuita Crouzel rechaza la tesis de Cereti y califica el
libro «un gran bluff». Un bluff que en cambio ahora se resucita y puede
ocasionar graves daños a la Iglesia. Las pocas referencias bibliográficas a las
que aduce son de esa época. Incluso se da el caso de que uno de los autores
citados se retractó tras la publicación de la Familiaris
consortiode las afirmaciones que Kasper cita a su favor.
Es decir, al menos el
Cardenal tenía que haber tenido en mente esta propuesta contraria a la suya,
que se fundamenta de forma muy directa en la misericordia, pero que ve
precisamente la indisolubilidad del vínculo como el gran don del amor divino a
los esposos y su defensa un testimonio real en el mundo de la presencia del
Amor entre los hombres.
La consecuencia es
obvia, no se puede plantear la pretendida «solución pastoral» que ha propuesto
en su relación el cardenal Kasper, sin aclarar antes la existencia del vínculo.
Por el modo de razonar podría pensarse que el cardenal duda de la realidad de
la permanencia del vínculo cuando no hay razones humanas que la sostienen. Pero
si esto es así, es necesario tener la honestidad intelectual de proponer esto explícitamente como el problema real a afrontar, pues no es correcto querer presentar la
«solución» como una cuestión de tolerancia pastoral, que no va más allá del
debate casuístico entre el rigorismo y el laxismo, cuando lo que en verdad pone
en juego un patrimonio doctrinal asentado, unánimemente atestiguado por la
Tradición más que milenaria de la Iglesia.
Como conclusión a lo
dicho, parece claro que lo que se pone en verdad en cuestión en la propuesta de
Kasper es la existencia o no del vínculo indisoluble, pero eso no es solo un
argumento pastoral, por lo que va en contra de la intención reiteradamente
proclamada por el Papa Francisco de no querer cambiar nada en la doctrina. Hay
que decir también que, desde luego, un Sínodo no es el lugar adecuado para
discutir en realidad un tema doctrinal de tal alcance. Si esto es así, o se
retira la propuesta en su formulación por impropia ya que olvida los más
elementales argumentos contrarios, o se propone discutir la cuestión central
atacada por algunos teólogos; pero fuera de un ámbito sinodal. En definitiva,
teológicamente hablando, lo que ha propuesto el cardenal Kasper es un paso en falso porque ha ocultado precisamente la
cuestión fundamental. Él ha puesto sobre la mesa una profunda cuestión
doctrinal y es necesario que todo obispo que vaya al Sínodo entienda en su
justo alcance doctrinal los elementos claves de la propuesta revolucionaria.
La simple base de una
cierta constatación de que hubiera existido alguna tolerancia en los primeros
siglos con los divorciados, es de una debilidad patente, por lo ambiguo de las
afirmaciones, aunque únicamente señale las que
testimonian esta tolerancia. Es un error confundir misericordia y tolerancia, y
una vez que en la Iglesia occidental se asentó la doctrina del vínculo como
modo de expresión real de la sacramentalidad del matrimonio se comprendió la
imposibilidad de una tolerancia respecto de una grave injusticia.
Esta misericordia,
entonces, orienta también el modo como la Iglesia es signo efectivo del perdón
de Dios. El perdón es la forma cómo la misericordia cura la herida causada por
la infidelidad. Curar esa herida, como bien ha indicado el Papa Francisco, debe
ser el objetivo privilegiado de toda pastoral. La unión profunda entre
misericordia y fidelidad que el cardenal reconoce como un signo de la
revelación divina, expresa cómo Dios revela el sentido de la conversión movida
por la misericordia como dirigida a la restauración de la Alianza original. Es
la verdad que ha de ser vivida por los esposos en su alianza sacramental. Quien
permanece fiel al matrimonio, aunque haya sido injustamente abandonado de modo
irreversible, está ofreciendo con su fidelidad un altísimo testimonio de la
posibilidad de perdón que hace posible la gracia. Se convierte así en testigo
privilegiado de la misericordia.
Así como el Dios que
hace Alianza con su pueblo, al que quiere perdonar del pecado de la idolatría,
no tolera ningún ídolo, como indica la analogía estrechísima entre monoteísmo y
monogamia enseñada por el Papa Benedicto XVI. La conversión del que ha sido infiel
al vínculo contraído sólo es verdadera si rompe cualquier otro presunto vínculo
que sea contrario al primero, al menos en lo que ataña a su significado
esponsal.
Ese es el perdón que
viene de la misericordia auténtica, que no es mera tolerancia y está muy lejos
de la cuestión casuística de la alternativa entre rigorismo y laxismo. Es la
verdadera medicina que cura la grave herida de la infidelidad. La única
medicina eficaz que el «hospital de campaña» que debe ser la Iglesia puede
ofrecer si no quiere traicionar a los heridos y engañar a los sanos. Sólo así
el pecado de adulterio deja de ser el único pecado que podría perdonarse sin
arrepentimiento ni conversión.
P. Juan Pérez-Soba, sacerdote y doctor en
Teología en matrimonio y familia por el Pontificio Instituto Juan Pablo
II
No hay comentarios:
Publicar un comentario